sábado, 17 de septiembre de 2011

El paisaje de mi infancia

Entro como en un sueño y así flotando sobre un campo de ñires  reconozco el viejo aroma de mi infancia  y me estremezco al sentir cuanto amo ese recuerdo. Viajo hasta el recóndito lugar que mi padre alguna vez descubrió casi por casualidad. Al igual que él, yo amé aquel paisaje enclavado en plena  cordillera. Como reservado solo para elegidos, aquel rincón sureño, se veía como el paraíso…, aun es mi paraíso

Cada  sonido, cada aroma, cada color del lugar estan grabados en mi memoria genética. Me habría gustado volver con mis hijos, compartir con ellos el sitio mas añorado, el lugar que forjo mi espíritu libre; la simplicidad que solo la naturaleza brinda cuando se la vive, se la siente bajos los pies, se la huele, se la bebe. Lejos está ya esa posibilidad. 

Me sumerjo en el arcón abarrotado de recuerdos que pujan por escapar.

La vieja estancia “Río Oro” no solo es el lugar más amado,  allí está mi génesis.

Desde Lago Posadas, vadeando ríos caudalosos por un camino trazado entre el lago, hacia un costado y el Cerro de los Indios por el otro,  se llegaba al punto donde la cordillera se mostraba en todo su esplendor y cobraba toda su dimensión.

La “Península” unía el Lago Posadas con el Pueyrredón o los separaba;  para diferenciarlos parecía que la naturaleza hubiera elegido los colores, uno de un celeste casi verde y el otro,  de un azul tan profundo, que de noche se confundía con el cielo estrellado.

El trayecto representaban cuatro horas  a lomo de  caballo, por un camino rudimentario de cornisa,senderos de ovejas,  huellas que desaparecen en la espesura del bosque, precipicios, verdes valles bañados por cascadas, ríos de aguas frías,  cristalinas, corriendo con furia, arrastrando enormes piedras, que al chocar entre sí provocaban un sonido profundo, como un largo trueno sin final que se acrecentaba cuanto mas se adentraba  en el interior de la montaña

La garganta del Oro se mostraba como la primera maravilla antes de  llegar a destino. Allí el Río Oro con toda su fuerza se lanzaba al vacío sobre una alfombra de rocas formando una cascada de varios metros. Abajo, un eterno arco iris coronaba la espectacular caída y ya en un cause profundo y  mas ancho sus aguas, mas serenas,  seguían su rumbo en busca del Lago Pueyrredón.

Cruzar frente a la  “Garganta del Oro” era una prueba de coraje y confianza o viceversa. Los caballos tendían siempre, extrañamente, a buscar el costado del precipicio provocando, con sus pisadas, que las piedras cayeran por la ladera en una interminable  carrera por alcanzar el verdísimo valle que se desplegaba  al final de la montaña.

La mejor manera  de transitar ese trecho, era fijar la vista en la majestuosidad  del paisaje   dejarse llevar por el animal, confiar en su instinto y aunque pareciera un tiempo eterno, pensándolo hoy, valía la pena disfrutarlo.

Es ahí donde  adquirí la primera idea de confianza.


Cruzar un río dependiendo del instinto del animal muchas veces terminaba en un gran chapuzón  en las frías aguas y había que encender una fogata para secar ropas y mantas. Era toda una aventura 

Me provocaba muchísima  curiosidad ver al caballo tantear en el hielo, o la nieve, antes de afirmar la pisada. Aun cuando se hundía irremediablemente, resultaba ser la ruta más segura. Entendí,  con los años, que eso era instinto de preservación.

Luego, un zigzagueante desfiladero de ovejas esquivando coirones y mata negra, llevaba hasta la entraña misma del paisaje que se iba tupiendo de un bosque perfumado, pintado de variada vegetación y tierra húmeda hasta llegar a la puerta misma de aquel paraíso perdido.

En el extremo del camino, la torrentera del río encajonado y bramando a la sombra de caídas a pique.

Un puente de troncos con tablones cruzados era la única posibilidad de cruzar el Río Oro, cuando éste con su furia, no lo había destruido. Del otro lado  como haciendo alarde de su imponente belleza, mostrándose inconquistable, el  San Lorenzo, se perfilaba majestuoso. Con sus nieves eternas en la cumbre y con glaciares apoyados en uno de sus lados, como un coloso  que se destaca soberbio  sobre el cielo de un día despejado. Ultimo bastión de suelo Argentino, detrás de él, Chile, compartiendo su grandeza.

Arriba la nieve, hacia abajo, un manto de ñires que se pintaban de distintos colores según la época del año, cubrían su suelo de roca volcánica. Vertientes naturales caían formando una red de humedales que acarreaban vida  hacia un verde valle. Casi al pié del San Lorenzo, como protegida por la montaña la vieja casa de madera del antiguo casco se confundía con el paisaje.

Atravesando el puente, el aire era una mezcla de agradables fragancias que invitaban a llenarse los pulmones de savia nueva.
La distancia que faltaba recorrer la caminaba con mi madre saltando abrojos y pimpinelas, juntando unas pequeñas flores amarillas, “zapatitos de reina” o comiendo las frutillas silvestres, que aplastándose contra las piedras se escondían de los pájaros.

La tranquera se abría a un camino bordeado de sauces muy antiguos que marcaban la pendiente; hacia la derecha un potrero, el galpón de esquila, los corrales. Todo construido con troncos de madera del lugar. A la izquierda y acompañando  a los sauces; a modo de tapial natural, las grosellas blancas, corintos y rosa mosqueta eran el cerco de la quinta  donde los manzanos, perales, ciruelos, damascos,  guindos y cerezos ofrecían una fiesta de colores y aromas en la primavera.

La brisa allí interpretaba la más bella melodía. Rápidamente mis sentidos pueden descubrir el perfume natural  mezclándose con aquel olor inconfundible de los leños quemándose para hornear el  pan amasado por mi vieja.

Al final del verde pasillo de sauces, y cortando ese cordón natural, un arroyito delimitaba el espacio reservado para la casa principal, la de los peones y aquello que hacia las veces de galpón de herramientas.

Edificada sobre la base misma del cerro, totalmente de troncos rústicamente cortados, la vieja casa, miraba hacia el punte del Rió Oro. Modesta, sencilla solo ostentaba el orgullo de haber albergado al padre De Agostino en su intento por escalar el San Lorenzo.

Tres escalones permitían  ingresar a una galería que era la antesala  de una amplia cocina comedor donde una estufa de hierro era alimentada a leña con la consigna que jamás se apagara. Pegado a la estufa, la leñera, un cajón, cubierto por una manta tejida y almohadones donde mamá se sentaba a hilar la lana, a tejer o a leerle algún libro.
Mi recuerdo se detiene en la visión que desde la galería he conservado.
Como si quisiera atesorar ese momento y volver a disfrutarlo, me siento imaginariamente en el último escalón. Desde allí contemplo a mi mamá entre los rectángulos de cebada y alfalfa. Al fondo una laguna que recibía el agua del cerro como si fueran hilos de plata, visitada siempre por patos y gansos salvajes.
En invierno era tan solo un espejo de hielo que permitía deslizar un trineo  hecho con un cajón y unas láminas de chapas.

Inexorablemente el paisaje se veía diferente en invierno pero igualmente fascinador.

El San Lorenzo se cubría de nubes en la cumbre, el bosque de ñires se confundía con las rocas volcánicas, los arroyos se escarchaban dejando ver a través del hielo el chorrillo de agua que aun corría en su interior. Los ríos acumulaban escarcha en las orillas mientras en el cauce central,  las aguas mas calmas continuaban su viaje.

Las nevadas  representaban el escollo más grave que afrontar, porque días enteros de temporal dejaban un manto que muchas veces superaba el metro y medio en la base del cerro.

Las estalactitas colgando del techo y de los árboles   se tornaban luminosas cuando el sol se filtraba entre las nubes.

En días  de tormenta,  se  reducía el paisaje a una blanca sábana helada, todo quedaba tímidamente, detrás de una cortina espesa de copos de nieve.

Una imagen que tengo grabada a fuego es la de mi madre montando a caballo y saliendo a buscar animales con mas de un metro de nieve

Esa imagen me ha ilustrado la definición de  coraje
Demasiados recuerdos que parecen tan cercanos.
Miro a mi alrededor y me pregunto qué hago aquí , cuándo se me escapó el tiempo. Si apenas han pasado  cincuenta años..., nada.
Qué hubiera sido de mi historia si el destino me hubiera dejado escondida en mi paraíso?.



1 comentario:

Anónimo dijo...

Definitivamente suena como el paraíso perdido.Para mi es mejor así amiga, si te hubieras quedado en tu tierra natal, tal vez jamás te hubiera conocido.Te quiero mucho. *Azul*