Abrí los ojos cuando la luz del día se acomodaba en mi rostro, por un instante me costó reconocer mi habitación, me hundí en la almohada negándome al nuevo día. Nuevamente había soñado y como tantas veces, al despertar, la realidad me dolía.
Giré en la cama buscando una posición que me permitiera continuar el sueño, pero la claridad se hacía mas insistente, desistí del intento, miré el cielo celeste claro, las nubes pasaban y se esfumaban calmas; auguraban un día sin lluvia.
Me levanté, crucé el pasillo, miré a mi hija dormida, caminé hacia la cocina preparé café, como siempre. Como una autómata bebí, casi sin sentir el placer de hacerlo.
Sin darme cuenta fui al baño abrí la ducha y sentí como el agua corría por mi rostro y mi cuerpo borrando los rastros que aquel sueño había dejado; llevándose las lagrimas para ocultar las huellas de tristeza, es el momento de mi catarsis, como cada mañana, me permito ese instante de soledad, de intimidad, para llorar, simplemente llorar, sin explicaciones.
Cuando una mujer se mira en el espejo es como ese mimo que persigue transeúntes gesticulando a su lado para sacarles una sonrisa. Lo hace por distintas razones en todas las etapas de su vida. Probándose maquillajes, luego luchando contra el odioso acné, mas tarde las primeras arrugas o la idea de alguna cirugía reparadora, y cuando ya ni la cirugía puede reparar lo que muestra el espejo, solo busca reencontrarse con el rostro de otras épocas.
Así, con los ojos húmedos de lágrimas aun, contemplé mi rostro, tratando de encontrar, más que viejas expresiones, aquel brillo que emanaba de mi alma en otros tiempos. Cuanto dolor y cuanta dicha había en ese reflejo.
Acaricié mi rostro y mirándome a los ojos, tímidamente me dijo: “deja ya de buscar respuestas, porque todas las respuestas están en el espejo, estas envejeciendo, ….”
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